—Da igual lo que
hagas en esta vida, los dioses son caprichosos y reparten de manera aleatoria desdichas
y gozos— le dijo el cínico abocado a su botella.
—Todo lo que
hagas en esta vida recibirá su castigo o su premio— le advirtió un devoto.
El tiempo le hizo
ver que ambos se equivocaban. El cínico acabó hundido en su propio cinismo reflejado
en su botella. El devoto acabó convertido en un incrédulo al no hallar explicación
sobre el porqué de un mundo tan injusto.
—Todo es gracia,
no importa lo que hagas, Dios te ama y no habrá consecuencias— predicaba el vendedor
de humo, sin cruz y arrepentimiento.
—Arderás en el
infierno si no te arrepientes— arremetió el fundamentalista.
El tiempo le hizo
ver que ambos se equivocaban. Ocurre que el vendedor de humo escondía bajo la
gracia una trayectoria de sufrimientos ajenos y una sonrisa congelada por el
remordimiento. Mientras que el fundamentalista vivía con miedo porque no había conocido al Dios del cual hablaba.
Lo entendió caminando
hasta los pies de una cruz y mirar hacia arriba, a quien de ella colgaba: sí
importa lo que hagas porque no se trata de ti mismo. No venimos para recibir
premios o castigos, sino para aprender a mirar más allá de nosotros y descubrir
que la vida solo tiene sentido cuando somos capaces de responder a la pregunta:
¿Dónde está tu hermano? El verdadero premio será encontrarlo; mientras como
Caín caminaremos en un castigo autoimpuesto: la soledad de vernos a nosotros
mismos en un espejo, desnudos, y no querernos. Porque nuestro egoísmo trata de
eso, de creer que nos queremos, y no querernos. Necesitamos el amor de quien nos
creó para entender esto. Sólo el amor no merecido de Quien nos da todo el mérito
puede abrirnos los ojos para encontrar al hermano.
Sí importa lo que
hagas, porque a Tu Padre le importa tu hermano. Porque el Creador creó a dos, no a uno, y porque solo somos verdaderamente humanos cuando entendemos esto.