martes, 15 de noviembre de 2016

RUIDO


Ruido fuiste lo que sentiste al nacer. Un ruido impertinente, discordante, el de las voces de tantos egos luchando por reafirmarse; o el lamento pusilánime de los resignados que ya nada esperan.

Ruido, mucho ruido atronó en tus oídos, y al escucharlos, tus pupilas dilatadas abandonaron la imagen de tu hogar, y olvidaste el canto de voces celestiales que siempre te había acompañado.

Lejos quedaron las galaxias, los agujeros negros, las estrellas que acariciabas. Escogiste nuestro ruido, al cual siempre habías inclinado tu oído: aquel diminuto y escandaloso planeta que tanto amabas. Te hiciste con piel rosada de niño, dispuesto a que fuera lacerada por el cortante viento, tostada por el sol, a caminar por caminos polvorientos que ensuciarían tus pies. Te humanizaste, te impregnaste de nuestros olores, te contagiaste con nuestras risas y nuestros llantos, y al devolvérnoslos con tu eco, les otorgaste la dignidad que debieron haber tenido. Tu humanidad nos hizo más humanos. Tu divinidad velada, más necios.

Seguimos haciendo ruido, que tú acompasabas con palabras sabias, silencios cargados de sentido, o tu propio llanto. Te pesaba tanta miseria, te ahogaban nuestras voces, y en ocasiones te refugiabas en la oración de la noche. Pero ahí estabas, absorbiendo los sonidos de un mundo que gime.

Dejaste que el ruido de aquellos que te acusaban prevaleciera, te envolviste de las voces de desprecio que no merecías. Como la madre que permite el berrinche del hijo, te mantuviste a nuestro lado. Pero nuestro ruido era más que una pataleta infantil, era el odio incontrolable hacia nosotros mismos, arañazos, golpes, patadas en medio de la oscuridad. Decidiste no dejarnos solos dando palos de ciego, viniste al rescate de nosotros mismos, sabiendo del peligro, asumiéndolo.

Nuestro ruido te clavó en un madero, y el contraste de tus mudas lágrimas fue percibido por algunos que empezaron a hacerse sensibles al susurro del cielo. Dicen que los que gritan más alto son los más fuertes, pero no hay mayor fuerza que el silencio. En aquella colina, proyectada una cruz en tierra con tu último aliento, el mundo enmudeció. Aquel planeta pequeño y escandaloso calló. Como un loco en un momento de cordura, se preguntó qué había hecho.

Y Dios calló.

La voz del Padre te despertó al tercer día. Los ángeles cantaron. De nuevo volverías a tu hogar. Pero al llanto de las mujeres consternadas ante tu tumba vacía no fuiste insensible. Tu sola presencia tenía tanto que decirles…

Habíamos necesitado llegar a nuestros agudos más hirientes para entender la banalidad de nuestros gritos y convertir nuestro ruido en sinfonía de alabanza. Ahora reconocemos tu voz como las ovejas la de su pastor. Y cuando somos tentadas a balar de histeria, tus manos horadadas nos recuerdan que debemos permanecer alerta al timbre de tu voz. 


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