Ruido fuiste lo que sentiste al
nacer. Un ruido impertinente, discordante, el de las voces de tantos egos
luchando por reafirmarse; o el lamento pusilánime de los resignados que ya nada
esperan.
Ruido, mucho ruido atronó en tus
oídos, y al escucharlos, tus pupilas dilatadas abandonaron la imagen de tu
hogar, y olvidaste el canto de voces celestiales que siempre te había
acompañado.
Lejos quedaron las galaxias, los
agujeros negros, las estrellas que acariciabas. Escogiste nuestro ruido, al
cual siempre habías inclinado tu oído: aquel diminuto y escandaloso planeta que
tanto amabas. Te hiciste con piel rosada de niño, dispuesto a que fuera
lacerada por el cortante viento, tostada por el sol, a caminar por caminos
polvorientos que ensuciarían tus pies. Te humanizaste, te impregnaste de
nuestros olores, te contagiaste con nuestras risas y nuestros llantos, y al
devolvérnoslos con tu eco, les otorgaste la dignidad que debieron haber tenido.
Tu humanidad nos hizo más humanos. Tu divinidad velada, más necios.
Seguimos haciendo ruido, que tú
acompasabas con palabras sabias, silencios cargados de sentido, o tu propio
llanto. Te pesaba tanta miseria, te ahogaban nuestras voces, y en ocasiones te
refugiabas en la oración de la noche. Pero ahí estabas, absorbiendo los sonidos
de un mundo que gime.
Dejaste que el ruido de aquellos
que te acusaban prevaleciera, te envolviste de las voces de desprecio que no
merecías. Como la madre que permite el berrinche del hijo, te mantuviste a
nuestro lado. Pero nuestro ruido era más que una pataleta infantil, era el odio
incontrolable hacia nosotros mismos, arañazos, golpes, patadas en medio de la
oscuridad. Decidiste no dejarnos solos dando palos de ciego, viniste al rescate
de nosotros mismos, sabiendo del peligro, asumiéndolo.
Nuestro ruido te clavó en un
madero, y el contraste de tus mudas lágrimas fue percibido por algunos que
empezaron a hacerse sensibles al susurro del cielo. Dicen que los que gritan
más alto son los más fuertes, pero no hay mayor fuerza que el silencio. En
aquella colina, proyectada una cruz en tierra con tu último aliento, el mundo
enmudeció. Aquel planeta pequeño y escandaloso calló. Como un loco en un
momento de cordura, se preguntó qué había hecho.
Y Dios calló.
La voz del Padre te despertó al
tercer día. Los ángeles cantaron. De nuevo volverías a tu hogar. Pero al llanto
de las mujeres consternadas ante tu tumba vacía no fuiste insensible. Tu sola
presencia tenía tanto que decirles…
Habíamos necesitado llegar a
nuestros agudos más hirientes para entender la banalidad de nuestros gritos y
convertir nuestro ruido en sinfonía de alabanza. Ahora reconocemos tu voz como
las ovejas la de su pastor. Y cuando somos tentadas a balar de histeria, tus
manos horadadas nos recuerdan que debemos permanecer alerta al timbre de tu
voz.
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