martes, 27 de diciembre de 2016

ANHELOS



 

Anhelamos batir nuestras alas hacia un lugar incierto. Dejamos que el viento acaricie nuestras almas y nos susurre el camino hacia la felicidad. Pero cuando abrimos los brazos, el peso de la gravedad nos devuelve a nuestras oscuras raíces.

Buscamos un “nunca jamás”, un espacio donde pronunciar nuestros sueños y ver que se han cumplido; pero cuando abrimos nuestros labios, olvidamos la esencia de la que están hechos.

Respiramos esperando encontrar la paz con cada respiro; pero al inspirar nuestros pulmones se cargan de miedos e inseguridades.

Intuimos el sabor de la felicidad, su color, su olor, pero cuando abrimos los párpados nuestras certezas se desvanecen.

El peso de un paraíso olvidado, el anhelo de lo infinito está grabado en nuestro ADN, y la frustración corroe nuestras entrañas.

Solo a veces, entre sollozos, vislumbramos la silueta de un padre, sentimos una voz por un instante conocida, y nos dejamos acurrucar como un niño en el pecho de su madre.

Necesitamos ese camino, ese Reino, con sus colores, olores; lo necesitamos como respirar, porque en Él reside nuestro verdadero hogar.

Entonces, el viento del Espíritu, sin saber de dónde viene ni a dónde va, nos recuerda el nombre correcto: Señor, Maestro, Jesús. Y de ese balbuceo brota una oración, un hilo de plata que como un cordón umbilical alimenta nuestro cuerpo.

No dejemos de anhelar, pues con cada anhelo damos un tiro certero hacia el horizonte que nos aguarda. De falsos anhelos, el mundo está hecho; pero de uno solo, verdadero, brota la fuente que calmará nuestra sed. En cuyo manantial podremos mirarnos y reconocernos.

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