La
lectura del evangelio de Juan nos ofrece un reflejo de Jesús muy humano, un
Jesús a veces solitario, incomprendido, provocador, emocionado, a la vez que
afirma contundentemente su divinidad.
Al
igual que vimos en Lucas, el Jesús de Juan rompe prejuicios de todo tipo en su
relación con las personas (nacionalistas, sociales, culturales); pero llama la
atención especialmente la rotura de prejuicios religiosos que observamos en muchas
de sus discusiones con los fariseos y sacerdotes; en ellas, Jesús apela a la
espiritualidad en contraste con una religión basada en tradiciones y ritos. Del
mismo modo se aprecia en su conversación con Nicodemo y con la mujer
samaritana.
En
ese enfrentamiento, Jesús se define a sí mismo como el agua, la puerta, el pan,
la vid, el camino que lleva a la verdadera espiritualidad. En definitiva,
afirma su naturaleza divina y su condición de Mesías.
Pero,
al mismo tiempo, redefine el concepto de salvación usando la metáfora de la luz
frente a las tinieblas. Son muchos los pasajes en que afirma no haber venido a
condenar, sino a salvar, que su juicio es un juicio de salvación, y que los que
se condenan lo harán por no haber querido ver la luz y haber preferido
permanecer en las tinieblas. Su misión es quitar el pecado del mundo, ser luz,
mostrar al Padre. En definitiva, los que se condenan serán aquellos que
prefieran permanecer en la ceguera espiritual, no haber nacido del Espíritu.
Pero
Jesús no sólo afirma con palabras su condición, sino que las señales, para
aquellos que quieran ver, constituyen la constatación de su divinidad. Señales
graduales desde las bodas de Canaá, pasando por la sanación de un paralítico,
un ciego, el hijo de un funcionario enfermo, la multiplicación de panes y
peces, hasta su máxima señal en la apoteósica resurrección de Lázaro. Señales
que se convertirán en evidencia para aquellos que elijan creer, y en piedra de
tropiezo para quienes prefieran el status quo de una religión etnocéntrica.
Señales que culminarán con la de su propia resurrección y la aparición a sus
discípulos y a María.
La
presencia de Jesús como Verbo encarnado constituye la palabra más poderosa, el
acto perlocutivo, la realización de hechos (la sanación del hijo del
funcionario es paradigmática en este sentido) mediante su palabra.
El
Evangelio de Juan, dirigido a receptores helenos, apunta ya a la expansión de
la salvación más allá de las fronteras del judaísmo. De ahí que, poco antes de
su muerte, sea visitado por un grupo de griegos que le reconocen como mesías; o
que los soldados romanos que vigilan el templo no se atrevan a arrestarlo
cuando enseña; o que el propio Pilato, después de preguntarle cuál es la
verdad, acepte el silencio que Jesús le da por respuesta como prueba de su
autoridad, y decida cobardemente lavarse las manos como muestra de su
inconformidad ante la acusación de los sacerdotes del Sanedrín.
Jesús
no deja indiferentes a quienes se cruzan con Él, y los que le odian lo hacen,
como Caifás, porque intuyen que su persona puede cambiar el sistema, la
religión, y deciden sacrificar al hombre antes que ceder al cambio. Condenarse,
en definitiva, es no ceder a la luz, no querer conscientemente abrir los ojos y
reconocer al Hijo de Dios.
Y sin embargo, el
evangelio de Juan es un libro de esperanza, que nos hace ver más allá de
nuestros miedos, cobardía –como la de Pedro–, traición, el amor de Dios, que
está dispuesto a derramarse sobre todos aquellos que aceptan que sus ojos sean
abiertos a la Luz que procede de su Hijo.
PRÓXIMO REUNIÓN, domingo 22 de enero,
en Carrer Urgell 133, a las 17 h.,
LOS HECHOS DE LOS APÓSTOLES
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