–Y vosotros,
¿quién decís que soy?
Aquella pregunta
llegó como un exabrupto, y se quedó suspendida en un silencio esquivo. No podía
ser sopesada más de tres segundos, porque la concentración humana fuera de uno
mismo es casi una utopía.
–¿Me preguntas
quién eres? Bastante tengo con saber quién soy yo…–pareciera la respuesta muda reflejada
en las miradas de los interrogados.
Seres humanos
que buscamos nuestra identidad en el reflejo de los otros; que apelamos al
aplauso, eternamente enmascarados en el carnaval de la vida. Disfrazados de
apariencia, de poses, de palabras, olvidando que los actos hablan más fuerte,
que no hay disfraz posible para nosotros.
Mientras, aquel
que nos pregunta mantiene abierto su interrogante, a la vez que nos invita:
–Venid a mí
todos los que estéis cansados, y yo os haré descansar.
Descansar… Apenas
sabemos bien de qué, pero tenemos gravadas en la piel las cicatrices de una
carrera agónica que nos delata; una carrera contrarreloj en un juego de tronos,
de escalafones, méritos, títulos, actos de piedad, justificaciones, excusas… ¡Cómo
queremos descansar! Abandonarnos en un abrazo sin condiciones, de aquel que
sabe quiénes somos mejor que nosotros mismos. De aquel que ha formulado la
pregunta correcta –¿Y vosotros quién decís que soy? –, porque la respuesta nos
llevará a conocernos, a reconciliarnos con nuestro verdadero yo, sin necesidad
de ser reconocidos, de ser llamados por otros nombres que no nos pertenecen.
Porque es en aquel que nos pregunta donde escucharemos nuestro verdadero
nombre, pronunciado por primera vez, cuyo sonido nos devolverá la vida, nos
dará la vida, y nos hará descansar.
Mientras
seguimos buscando la respuesta en lugares equivocados sin haber entendido su
enunciado, sin haber aceptado el desafío, la pregunta de aquel Maestro se
mantiene en sus labios, aquellos que exhalaron nuestros nombres clavado en una
cruz, con la esperanza de que escuchemos su susurro y como ovejas perdidas en
la noche reconozcamos la voz del pastor.
“A los que
triunfen sobre las dificultades y sigan confiando en mí, les daré a comer del
maná escondido y les entregaré una piedra blanca. Sobre esa piedra está escrito
un nuevo nombre, que nadie conoce. Solamente lo conocerán los que reciban la
piedra” (Apocalipsis 2:17).
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